Esperemos que sea lejano...
Algunos, la mayoría quizás, piensan que morir, por causa natural, es una tragedia.
Indudablemente, es una pérdida: siempre lo es, para alguien o para muchos.
Desde mi punto de vista, no lo veo así.
El hombre, fisiológica y estructuralmente, es un ser limitado, que con el tiempo envejece; es vulnerable a otros organismos vivos más elementales, a la vez que peligrosos; se organiza mal (universalmente hablando) y acumula tras de si, detritus, agresiones y abandono del medio, destruyendo su hábitat natural.
Ningún ser del reino animal, que yo conozca, mata por venganza, por despecho o por placer; ni destruye su entorno; no contamina para «progresar»; no esclaviza para ser el más rico de la manada. Todo obedece a un designio natural, adaptado a cada una de las especies, incluso las más insignificantes: a eso, lo llamamos instinto. Y este instinto primitivo, no por ser rudimentario, sino por su antigüedad, está milimétricamente diseñado por la soberana Naturaleza.
Su equilibrio es tal, que todo está incluido en un ciclo en constante renovación: vida ─ muerte ─ vida, a los que se llega, por reglas más precisas, por ejemplo: desde la jirafa hasta el tapir, pasando por cebras, elefantes, rinocerontes, gacelas y una larga lista, se reparten sin ninguna pelea los estratos vegetales; la jirafa come de las copas de los árboles y el tapir las partes más bajas.
Los carnívoros cazan para alimentarse y de sus restos se nutren los carroñeros, que dejan su carroña en manos de otros agentes menos simpáticos, pero de importancia capital en este ciclo: los agentes de la putrefacción; estos terminan el ciclo iniciado años antes, por un león hambriento o un frutal no bien atendido, que terminan siendo el mejor de los abonos de selvas y bosques.
Hasta prácticamente finales del Siglo XIX, el hombre había vivido en paz con la naturaleza y, ella, siempre respetó ese pacto, hasta que la revolución industrial, el desarrollo económico y la ambición humana, empezaron a castigar seriamente nuestro hábitat natural. Ni que decir tiene, que la gran convulsión mundial, acaecida al término de la segunda gran guerra, supuso la incorporación de un factor exponencial, que aceleró el fin de un pacto natural, que ya estaba herido de muerte.
En pocos años, el ser humano, ha destruido el equilibrio reinante en este planeta: polución atmosférica, contaminación por agentes químicos de nuestras aguas, la más importante fuente de vida; invasión del medio por los grandes descubrimientos de la ingeniería tecnológica: el plástico; este elemento, se ha convertido ya, en la mayor preocupación de subsistencia, no solo para el hombre, sino para cientos de especies animales, que mueren por sus nocivos efectos; y no hay que olvidar, la más grande aberración salida del «conmovedor espíritu humano»: la Máquina de la Guerra; podríamos escribir una enciclopedia, con las infinitas formas que el hombre, ha inventado y empleado para destruir a sus semejantes, y esto, desde los albores de la humanidad.
Ustedes dirán que explicar todo esto, no viene al caso, sin duda, puede que tengan razón y, si lo he hecho, es para valorar, que el paso del hombre por los caminos de la vida, es cuando poco, tortuoso y su exposición a los peligros que la propia vida arrastra en las condiciones actuales, lo hace cada vez más vulnerable.
Cierto, sí, es verdad: ahora vivimos más años, pero también morimos en más número que antes y, por motivos desconocidos no hace muchos años.
No digo taxativamente, que vivir fuera o sea un milagro ─que lo es─, digo que en la actualidad, vivir, depende de factores, que no deberían de influir ─y no influían─ en el estadio vida ─ muerte, porque vienen producidos por un desequilibrio ocasionado por el mundo desarrollado y el fanatismo comercial. Un claro ejemplo: millones de toneladas de alimentos, van diariamente a los vertederos de los países mal llamados «desarrollados», desperdiciadas por casi el 50% de la población mundial, mientras el otro 50% se muere de hambre, enfermedad, guerra, asesinato, esclavitud de todo tipo, bajo la indiferencia de los gobiernos de los países más poderosos, que miran hacía otro lado.
¿Cuánta esperanza de vida tendríamos, si viviéramos en un suburbio de centro África, o de las grandes poblaciones hindúes como Nueva Delhi, Jaipur o Mumbai o de Bangladesh, o de Managua, o Méjico, o Manila? Podría seguir con la lista, pero teniendo presente la pregunta que antecede, no podría terminarla, porque habría muerto antes.
Hoy solo nos queda como humanos, luchar contra la muerte impuesta por injusticias, por las barreras creadas por el propio hombre ─una simple raya invisible y dibujada en los mapas, a veces a costa de miles de vidas, puede marcar la diferencia entre vida y muerte y, eso lo sabemos muy bien, los europeos, sobre todo los mediterráneos─, por dictaduras y regímenes absolutistas y militarizados y, defender la vida innata, en todos los órdenes y para todos los habitantes de este planeta: sean animal, vegetal o componentes primigenios de La Tierra.
Estamos de paso, y al igual que cualquier viajero, nos constituimos en transeúntes de los caminos que la vida marca o sugiere, pero los caminos, han de permanecer incólumes.
Pero el fin de cada viajero, es llegar a su meta.
Por ello debemos de entender la vida como un viaje, y la muerte como su destino.
Sólo lo que hagamos en vida, sea física o espiritualmente o en cualquier otro orden que nos afecte como personas, lo que podamos cargar en el corazón que nos alienta, será el libro que hable de nuestro paso y nuestra huella.
Y a nadie le gusta ser una «leyenda negra», ¿o sí?
Artículo revisado, modificado y ampliado el 23 de septiembre de 2018
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